Con la excepción de su uso en herbolarios o en algunas raras ocasiones en los que grandes estadistas estampan sus firmas en costosos documentos, el papel secante ha perdido la función que tuvo hasta que en los años 50 fue desbancado por el uso del bolífrafo. Antes de su uso se utilizaba arenilla o harina para secar las escrituras en las que los escribanos depositaban las tintas.
Su historia es curiosa. No lo inventó nadie. De hecho su descubrimiento se remonta a principios del siglo XIX y se debe a un error de un operario en una fábrica de Berkshire (Inglaterra). Al trabajador se le olvidó echar cola a la pasta de papel y cuando éste estuvo fabricado se descubrió que las resmas no tenían utilidad para la escritura. El operario fue despedido por su fatal equivocación. Pero quiso la historia que tiempo después un compañero descubriera, también casualmente, las extraordinarias posibilidades que ofrecía un papel con gran capacidad de absorción. Al final todo terminó bien para el trabajador despedido y de su error acabaron ganando todos.
Cuento el sucedido porque esta semana viendo en la tele cómo un joven presentador entrevistaba a una señora que cumplía 108 años sucedió que, llegado el momento de soplar las velas, el informador le solicitó que le dijese qué tres cosas eran las que pedía. La achacosa abuelita no pidió dinero (y maldita la falta que le hacía para entonces), ni salud (cosa extraña), ni tiempo para vivir más años. Mirando al joven con cierta sonrisa le dijo: respeto, paciencia y comprensión.
Y es que, como sucede con el papel secante, es raro encontrar personas cuya labor sea la de absorber tanto despropósito como el que acampa por estos lares. Resulta difícil encontrar sujetos que se presten con la entereza necesaria a secar tintas que se corren con sólo tocarlas o que tardan en secar más de lo necesario y mientras tanto retrasan quehaceres o manchan los puños de tanto plumilla de buena fe.
Persiguiendo a Gabo
Hace 10 años