sábado, 22 de enero de 2011

LA CARTUJA DE MIRAFLORES.

EL ARTE DE AGRADAR ES EL ARTE DE ENGAÑAR de L de Clapiers
Siendo niño pasé unos maravillosos años en la ciudad de Burgos. De esa época viene mi pasión por la historia y el arte -en particular, el medieval-. Fui de esos chavales afortunados que jugó partidos de fútbol junto a la tapia del Monasterio de las Huelgas, que se iba a pasear con sus amigos en bicicleta hasta el también monasterio de Cardeña y que frecuentó con asiduidad -siguiendo la Cañada Real transitada por ovejas- la Cartuja de Miraflores en la que el fraile portero vendía estampitas de San Bruno y rosarios con perfume de rosas.

Fueron muchas las veces que nos aupamos a la tapia de esa Cartuja, fundada en 1442 por Juan II de Castilla y de León, pero en realidad ejecutada por su hija, la célebre Isabel la Católica. Su entrada siempre fue libre y era frecuente ver a los monjes de clausura dedicados a la oración, al trabajo en el huerto o paseando, con la capucha puesta y las manos entrelazadas en el interior de las mangas, por el pequeño claustro exterior. La iglesia es de un gótico de finales del siglo XV, en la que sobresale un impresionante retablo de Gil de Siloé realizado en madera de nogal y revestido de dorados y policromías al que el mismo autor acompañó con los sepulcros reales cincelados primorosamente sobre alabastro.

Fueron muchas las ocasiones en las que hasta allí acudimos para ver cómo arribaban los autobuses con turistas. Y fueron más las veces que nos metimos en el interior del claustro, que da acceso a la entrada a la iglesia, para guarecernos del frío y de la nieve burgalesa. En verano, y con la llegada del sol, constituía un placer obligado almorzar en la cercana arboleda de Fuentes Blancas y acercarse al río para bañarse. A aquellos monjes silenciosos, al igual que a los de Cardeña, les debo mi admiración por la espiritualidad de las órdenes contemplativas y mi pasión por el trabajo de los canteros.

Es difícil entender  la orden de los cartujos sin las campanas. Las mismas que durante siglos escucharon los lugareños cercanos indicándoles, por ejemplo, el Ángelus. Y sí, uno se sintió muchas veces aventurero siguiendo los pasos los Cid Campeador montado en su caballo Babieca y desenvainando la Tizona mientras hacía jurar al rey que él no había tenido parte en la muerte de su hermano. Desde entonces tengo el convencimiento de que las mejores historias son las que se viven, y la mejores piedras son las que se tocan. Quizás sea por ello -y culpa tienen los frailes- que me encante manosear lo que en los museos se expone a riesgo de ser reprendido.